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domingo, 6 de noviembre de 2011

El Club de los Corazones Rotos 5: La melodía de un corazón roto (Ariadna)

¿En que momento había volado mi paraguas rojo? ¿Fue cuando reconocí su rostro? ¿O fue cuando nuestros ojos se encontraron? ¿O fue en un instante entre ambos mientras la sorpresa, el horror y la comprensión hacían mella en lo más hondo de mi confuso corazón? No lo sé, pero en un momento de ese eterno instante el paraguas  voló de mis manos, el enorme paraguas rojo que tantas veces nos había refugiado, el que había sido testigo de nuestras risas y nuestras pequeñas discusiones, el paraguas rojo que reflejaba nuestro amor en mis recuerdos... voló como si todo lo que representaba no hubiera sido sino una mentira, un sueño, la ilusión de una tarde de verano que se evaporaba con la primera tormenta otoñal.

¿Fui yo quien lo dejé caer o fue el viento quien me lo arrebató? ¿Fui yo quien dejó escapar el amor o fue la vida quién se lo llevó? Como si aquel paraguas lo representara todo, cuando mis dedos dejaron de sostenerlo, mi mundo se quebró, se se confundió en un amasijo de promesas perdidas, luces de colores y villancicos de navidad que prometían alegría, amor y paz. Todo una gran mentira. Aún hoy escucho el sonido de cristales rotos que hizo mi corazón al perder su soporte y caer, y caer y caer...

¿Cuál fue la expresión en el rostro de Alex? ¿Se contrajo en una mueca de sorpresa? ¿Reflejaba culpa, remordimientos y dolor? ¿O acaso dibujaba el alivio de haber sido descubierto y poder acabar con el engaño? Hasta el día de hoy no lo sé y probablemente no lo sabré nunca. La realidad se coló en mi corazón como una ciencia confusa y el frío arremetió contra mi pecho con dedos de metal que dejaron una huella tan honda en mi corazón que aún hoy llevo su marca. La lluvia repiqueteó contra mi cabeza y cada gota resonó como una campana que me devolvía al mundo, al igual que las doce campanadas para cenicienta y al igual que la sirvienta que despertó de su sueño de princesa, desperté a un mundo sin promesas, di la vuelta y eché a correr, sin ningún pensamiento, sin ningún destino, tan solo huyendo de la realidad que amenazaba con enfrentarme a aquel amor que había muerto y arrastrarme lejos de las tierras de cuento que yo misma había inventado.

Corrí sin rumbo, sin pensamientos sin pararme a escuchar si Alex me llamaba o me dejaba ir... tan solo corrí con una sola imagen que se repetía en mi mente como una paisaje navideño dentro de una bola a la que algún niño cruel no hacía más que dar la vuelta una y otra vez como si mi vida se tratara de un juego. Y en mi mente bailaba una y otra vez el brazo de Alex en torno a la cintura de otra mujer, su gabardina dándole cobijo y sus labios refugiándose en el abrigo de otros labios que no eran los míos. Pero ante todo me desgarraba la mirada dulce de sus ojos cuando la miraba como si yo jamás hubiera existido en su corazón, como si ella fuera la única mujer sobre la faz de la tierra, la única existencia verdadera... y aquella miraba me ahogaba poco a poco al comprender que aquellos eran los ojos del amor y que él jamás me había mirado de aquella manera. Todo, incluso los dos, habíamos sido una mentira. Lo único real había sido mi estúpido amor.

Mientras corría sin rumbo lejos, muy lejos, de aquella escena que se repetía en mi memoria, lejos, cada vez más lejos, de las calles iluminadas, de los villancicos, de las risas y las promesas... comencé a sentir que me faltaba el aliento. ¿Pero era a causa de la carrera o era por el puño frío que me atenazaba la garganta?

Y el frío que se adhería a mi piel y me penetraba hasta el alma ¿era causado por la lluvia gélida de finales de diciembre o era el último suspiro de un corazón que luchaba contra la muerte?

En el revoltijo de mi menta confusa no quedaba lugar para la razón. Mentiras, verdades, promesas... sueños y realidades... cuentos... todo se arremolinaba en un huracán que amenazaba con  arrasar con todo; incluso con mi corazón. Y en medio de la tempestad, sin saberlo, llegué a su ojo, al centro que había de darme un remanso de paz que aunque falsa me sería necesaria para sobrevivir. Como una balsa a la deriva a la que te aferras en la esperanza de que te lleve a puerto, así llegué yo como un naufrago que ha perdido incluso la brújula que le marcaba el rumbo y es incapaz de distinguir el brillo de la estrella polar entre los nubarrones negros de tormenta... que busca sin saberlo ese trozo de madera que lo mantenga a flote. Y me aferré a él con la desesperación de quien no quiere despedirse de la vida, de quien no quiere dejar marchar el amor...

Así llegué a aquel callejón sin salida de ladrillos oscurecidos por el humor, el tiempo y los sueños perdidos de aquella gran ciudad. Puede que sin saberlo aquella noche mis sueños rotos hubieran traído una mancha más a su pared. Si hubiera estado en mi sano juicio, o en un estado en que pudiera llegar a ver algo más que el brillo de mis lágrimas mezclarse con el llanto de la lluvia y cristalizar en mis pestañas antes de despeñarse hacia su muerte... nunca hubiera puesto un pie en aquella siniestra callejuela donde en cada rincón parecían acechar los fantasmas y los hombres que habían perdido todo. Una calle que estoy segura los corazones sanos y enteros evitan sin pararse a pensar, por puro instinto de supervivencia... pero mi corazón estaba roto y su herida aún abierta supuraba un dolor que podía llegar a envenenarlo. Pasarían muchas noches antes de que coagularan las esperanzas que se estaban empezando a desangrar.

Así que me gusta creer que fue el destino, como una llamada que tan solo los desesperados podemos escuchar, el que me guió hasta aquella calle de mala muerte y a aquella misteriosa puerta lacada en rojo sin letrero ni cartel, ni marca que la identificara. Pero realmente lo que me invitó a entrar fue la melodía quejumbrosa de un piano que resonó con mi corazón; una canción que reconocí pesé a jamás haberla oído, la sonata de un piano solitario, la melodía de un corazón roto... los dedos que lloraban la pérdida del amor.

Y mi mano hizo algo que jamás hubiera hecho de haber estado lúcida, sostener temblorosa el pomo de una puerta desconocida, girarlo y empujar con suavidad para revelar el interior de un bar de paredes negras, muebles rojos y personas grises. El olor a alcohol, perfume y tabaco; la música y el tenue aroma de la soledad que acompaña a los corazones rotos me invitaron a pasar.

El Club de los Corazones Rotos me daba la bienvenida.


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